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nalmente habla, pero sin dirigirse a mí:
––Ya es hora de subir. Es tarde.
¿Explotará una vez en mi habitación? Sea... En la escalera, todas mis compañeras
me miran como a una apestada; la pequeña Luce me interroga con su mirada
suplicante.
En la habitación, se produce primero un solemne silencio, tras el cual la pelirroja
me interroga con abrumadora seriedad:
––¿Dónde ha estado usted?
––Ya lo sabe, en casa de los X..., amigos de mi padre.
––¿Y cómo se ha atrevido usted a salir?
––Bueno, pues verá, he apartado simplemente el tocador que obstruía la puerta.
––¡Es usted de una impertinencia odiosa! ¡Ya verá usted lo contento que se pone
su señor padre cuando le explique su incalificable conducta!
––¿Mi padre? Pues dirá: «Dios mío, es cierto, esta niña tiene una gran pasión por
la libertad» y aguardará impaciente el final de su relato para sumergirse ávidamente
en la Malacología del Fresnois.
Se da cuenta de que las otras están escuchándonos y da media vuelta sobre sus
talones:
––¡Todas ustedes a la cama! ¡Se las verán conmigo si dentro de un cuarto de hora
no han apagado las velas! ¡Por lo que respecta a la señorita Claudine, deja desde este
momento de estar bajo mi responsabilidad, por lo que puede dejarse raptar esta noche,
si le da la gana!
¡Oh! ¡Por Dios, señorita! Las muchachas han salido disparadas, como ratoncillos
asustados, y me quedo a solas con Marie Bethomme, que me dice:
––¿Entonces es cierto que no puedes quedarte encerrada?
A mí nunca se me habría ocurrido la idea de apartar el tocador. No me he aburrido
nada. Pero date prisa, antes de que le dé por venir para apagar la lámpara.
No se duerme bien en una cama extraña; y, además, he estado toda la noche
pegada a la pared, para no rozar las piernas de Marie.
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Librodot
Claudine en la escuela
Colette 78
Nos despiertan a las cinco y media de la mañana y nos levantamos entumecidas;
me lavo con agua fría para despejarme un poco. Mientras hago mis abluciones, Luce
y la grandullona de Anaïs vienen a pedirme prestado mi jabón perfumado, solicitarme
un imperdible, etc. Marie me ruega que la ayude a hacerse el moño. Todas estas
pequeñajas, con poca ropa y adormiladas, resultan divertidas, vistas así.
Intercambio de opiniones sobre las ingeniosas precauciones que se deben tomar
contra los examinadores: Anaïs ha copiado todas las fechas históricas de las que no se
acuerda en una punta de su pañuelo (¡yo necesitaría un mantel entero!). Marie
Bethomme ha confeccionado un minúsculo atlas, que puede esconderse en el hueco
de la mano. Luce ha escrito sobre sus puños blancos fechas, jirones de reinados,
teoremas aritméticos, todo un manual. También las hermanas Jaubert han consignado
una multitud de datos en estrechas tiras de papel que han enrollado dentro del
capuchón de sus plumas. A todas les preocupa mucho quiénes serán los
examinadores; oigo decir a Luce:
––En aritmética, pregunta Lerouge; en ciencias físicas y en química, Roubaud,
una bestia parda según parece; en literatura es el viejo Sallé...
La interrumpo:
––¿Qué Sallé? ¿El antiguo director del colegio?
––El mismo.
––¡Vaya suerte!
Estoy encantada de que me examine ese viejo caballero bondadoso, al que papá y
yo conocemos mucho; será amable conmigo.
La señorita Sergent hace su aparición, concentrada y silenciosa en el momento de
la batalla.
––¿No olvidan nada? Pues, vayamos.
Nuestro pequeño pelotón cruza el puente, trepa por las calles y los callejones y
llega finalmente ante un viejo pórtico tronado, sobre suya puerta una inscripción casi
ilegible anuncia Institución Rivoire; se trata del antiguo internado de las chicas,
abandonado desde hace dos o tres años debido a su estado ruinoso. (¿Por qué nos
meten ahí?) En el patio, casi desempedrado, unas sesenta muchachas charlan
activamente, dividiéndose en grupos bien definidos; las distintas escuelas no se
mezclan entre sí. Las hay de Villeneuve, de Beaulieu y de una decena de capitales de
comarca; todas ellas, apiñadas en pequeños grupos alrededor de sus respectivas
profesoras, hacen observaciones nada benévolas sobre las escuelas forasteras.
Apenas llegamos, nos miran fijamente, desnudándonos con los ojos; a mí sobre
todo me contemplan de la cabeza a los pies, debido a mi vestido blanco a rayas azules
y mi capelina de encaje que destacan sobre el negro de los uniformes; como sea que
sonrío descaradamente a cuantas me miran, me dan la espalda con el más ostentoso de [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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