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grados, y el sol le golpeaba la piel como un puño. Se unieron a Bodkin y los tres
entraron en el salón. Reanudando la discusión interrumpida por la llegada del
helicóptero, Kerans dijo:
Hay unos cuatro mil litros en el tanque de la terraza, Bea, que alcanzarán para tres
meses. Digamos dos, pues suponemos que el calor seguirá aumentando. Te recomiendo
que cierres el resto de las habitaciones y te mudes aquí. Estás en el lado norte del patio,
de modo que la caja del ascensor te protegerá de las lluvias cuando lleguen con las
tormentas del sur. Apuesto que el viento destrozará las persianas y los acondicionadores
de aire de la pared del dormitorio. ¿Y la comida, Alan? ¿Cuánto durarán las
provisiones?
Bodkin torció la cara.
Bueno, Bea se ha comido casi todas las lenguas de cordero, y queda la carne de vaca
envasada, que puede conservarse indefinidamente. Pero si están pensando en comerse
eso... alcanzaría para seis meses. Aunque yo prefiero la iguana.
Me parece que la iguana nos preferiría a nosotros. Muy bien, no está mal por ahora.
Alan vivirá en la base hasta que suba el nivel de las aguas, y yo seguiré en el Ritz.
¿Alguna otra cosa?
Beatrice caminó alrededor del sofá, hacia el bar.
Sí, querido. Cállate. Estás pareciéndote a Riggs. Los modales militares no te sientan.
Kerans le hizo la venia, sonriendo, y fue a mirar el cuadro de Ernst en el otro extremo
del salón mientras Bodkin contemplaba la jungla por la ventana. Las dos escenas
estaban pareciéndose cada día más, y cada una de ellas se confundía a su vez con el
paisaje nocturno de los sueños. Nunca discutían las pesadillas, esa zona crepuscular
común donde se movían de noche como los fantasmas del cuadro de Delvaux. Beatrice
se había sentado en el sofá, de espaldas, y Kerans pensó que la unidad del grupo no se
mantendría mucho tiempo. Beatrice tenía razón; los modales militares no le sentaban,
era un hombre demasiado pasivo e introvertido, demasiado concentrado en sí mismo.
Había algo más importante también. Estaban entrando en una zona nueva, donde las
obligaciones y cortesías comunes ya no operaban. Ahora que habían tomado esa
decisión, los lazos que los unían habían empezado a aflojarse, y no vivirían separados
sólo por razones de conveniencia. Aunque necesitaba mucho a Beatrice, la personalidad
de la muchacha era de algún modo un obstáculo a la libertad absoluta que él anhelaba.
Cada uno de ellos tendría que abrirse su propio camino entre las junglas del tiempo,
alzar los propios mojones en los sitios a los que no volverían. Aunque se verían
ocasionalmente en las lagunas o en el laboratorio, sólo se encontrarían realmente en
sueños.
7 - La feria de lagartos
Atravesado por un inmenso ruido, el silencio de la mañana temprana se quebró
bruscamente sobre la laguna, y el estruendo golpeó el aire y pasó junto a las ventanas
del hotel. Kerans se levantó de mala gana y caminó tambaleándose entre los libros
caídos en el suelo. Abrió de un puntapié la puerta de alambre del balcón y alcanzó a ver
un hidroavión blanco que descendía en la laguna, trazando sobre el agua dos cintas
perfectas de espuma brillante. Cuando las aguas batieron contra las paredes del hotel,
destruyendo las colonias de arañas de agua y despertando a los murciélagos que
dormían en las maderas podridas, vislumbró la figura de un hombre alto, sentado en la
cabina, ancho de hombros y de chaqueta y casco blancos.
Guiaba el hidroavión con desenvoltura, y cuando los flotadores golpearon el agua
aceleró los dos motores poderosos, de modo que el aparato se adelantó cabeceando
como una lancha de motor que se abre paso entre las olas, lanzando nubes de espuma
irisada. El hombre se movió con el cabeceo del aparato, distendiendo las largas piernas,
como un auriga que domina completamente a sus dos briosos caballos. Oculto detrás de
las trepadoras que ahora cubrían el balcón el trabajo de cortarlas no tenía sentido
desde hacía tiempo , Kerans observó al hombre. Cuando el aparato pasó dando su
segunda vuelta, vio un perfil aguileño, un rostro de ojos y dientes brillantes, una
expresión de entusiasmada conquista.
Alrededor de la cintura le brillaban los cilindros plateados de una cartuchera, y cuando
el aparato alcanzó la orilla opuesta de la laguna hubo una serie de breves explosiones.
Unas luces de bengala estallaron en el aire en desgarradas sombrillas rojas y las chispas
volaron a lo largo de la costa.
En una última explosión de energía, los motores rugieron, y el aparato se precipitó por
el canal hacia la laguna próxima, desgarrando el follaje con los flotadores. Kerans se
apoyó en la barandilla, mirando cómo se serenaban las aguas. Las criptógamas
gigantescas y los árboles escamosos se movían sacudidos por las ondas de aire. Una
tenue columna de vapor rojo flotaba alejándose hacia el norte, acompañando al rumor
de los motores. La violenta irrupción de ruido y energía, y la llegada de la extraña figura
vestida de blanco habían desconcertado por un momento a Kerans, sacándolo
bruscamente de su pereza y lasitud.
Desde que Riggs se había marchado, hacía seis semanas, Kerans había vivido casi solo
en las habitaciones del hotel, hundiéndose cada vez más profundamente en el mundo
silencioso de la jungla. El aumento continuo de la temperatura el termómetro del
balcón señalaba ahora en los mediodías alrededor de cincuenta grados y la humedad
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