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nunca conseguiría salir de allí. Todo lo que hacía, cada gesto suyo -colocar un pie delante del
otro, pedir permiso, agarrarse al brazo del marido, inspirar y espirar- parecía consciente y
pensado, y aquello era aterrador.
Nunca había sentido tanto miedo en su vida. «Me voy a morir dentro de un cine.»
Y le pareció que entendía lo que estaba pasando, porque una amiga suya había muerto dentro
de un cine, muchos años atrás: un aneurisma había estallado en su cerebro.
Los aneurismas cerebrales son como bombas de tiempo. En los vasos sanguíneos se forman
pequeñas varices -como ampollas o burbujas en neumáticos usados- y pueden quedarse ahí
durante toda la existencia de una persona sin que pase nada. Nadie sabe si tiene un aneurisma
hasta que es descubierto sin querer -como en el caso de una radiografía de cerebro hecha por
otros motivos- o en el momento en que estalla, inundando todo de sangre, llevando
inmediatamente a la persona al estado de coma y generalmente provocando su muerte al poco
tiempo.
Mientras caminaba por el corredor de la sala oscura, Mari se acordaba de la amiga perdida. Lo
más extraño, sin embargo, era cómo la explosión del aneurisma estaba afectando su
percepción: parecía haber sido transportada a un planeta diferente, viendo cada cosa familiar
como si fuera por primera vez.
Y el miedo aterrador, inexplicable, el pánico de hallarse sola en aquel otro planeta. La muerte.
«No puedo pensar. Tengo que fingir que todo está bien y todo acabará bien.»
Procuró actuar con naturalidad y durante algunos segundos la sensación de extrañeza se
atenuó. Desde el momento en que sintió el primer síntoma de taquicardia hasta el instante en
que alcanzó la puerta, había pasado los dos minutos más aterradores de su vida.
Cuando llegaron a la sala de espera iluminada, no obstante, todo pareció volver,
engañosamente, a la normalidad. Los colores eran intensos, el ruido de la calle parecía entrar
por doquier y el conjunto era totalmente irreal. Comenzó a reparar en detalles que nunca antes
había notado: la nitidez de la visión, por ejemplo, que cubre apenas una pequeña área donde
concentramos nuestros ojos, mientras que el resto queda completamente desenfocado.
Fue más lejos aún: sabía que todo lo que veía a su alrededor no pasaba de ser una escena
creada por impulsos eléctricos dentro de su cerebro, utilizando impulsos de luz que
atravesaban un cuerpo gelatinoso llamado ojo.
No. No podía empezar a pensar en eso. Si seguía por ese camino iba a terminar
completamente loca.
A estas alturas, el miedo al aneurisma ya había desaparecido. Había salido del cine y
continuaba viva, mientras que su amiga no había tenido ni tiempo de moverse de la butaca.
-Llamaré a una ambulancia -dijo su marido al ver el rostro pálido y los labios sin color de su
mujer.
-Llama a un taxi -pidió Mari escuchando el sonido que salía de su boca, consciente de la
vibración de cada cuerda vocal.
Ir al hospital significaba aceptar que estaba realmente muy mal, y Mari estaba decidida a
luchar hasta el último minuto para que las cosas volviesen a ser lo que eran.
Salieron al exterior y el frío cortante pareció ejercer algún efecto positivo; Mari fue
recuperando poco a poco el control de sí misma, aún cuando el pánico, el terror inexplicable,
continuase. Mientras el marido, desesperado, intentaba encontrar un taxi a aquella hora de la
noche, ella se sentó en el borde de la acera y procuró no mirar lo que le rodeaba, porque los
chicos jugando, los autobuses circulando, la música que venía de un parque de atracciones en
las cercanías, todo aquello parecía absolutamente surrealista, intimidante, irreal.
Finalmente apareció un taxi.
-¡Al hospital! -ordenó el marido, ayudando a la mujer a entrar.
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-A casa, por el amor de Dios -pidió ella. No quería más lugares extraños, necesitaba
desesperadamente cosas familiares, iguales, que la ayudaran a conjurar el pavor que la
embargaba-. Me siento mejor -le dijo a su marido-. Debe de haber sido algo que comí.
Cuando llegaron a su casa, el mundo volvía a parecer el mismo que conocía desde su infancia.
Al ver al marido dirigirse hacia el teléfono, le preguntó qué iba a hacer.
-Llamar a un médico.
-No hace falta. Mírame, verás que estoy bien. El color había vuelto a su rostro, su corazón
latía normalmente y el miedo incontrolable había desaparecido.
Mari durmió pesadamente aquella noche y se despertó con una certeza: alguien debía de haber
colocado alguna droga en el café que habían bebido antes de entrar en el cine. Todo no había
pasado de ser una broma peligrosa, y ella estaba dispuesta, al atardecer, a llamar a un oficial
del juzgado e ir hasta el bar para intentar descubrir al irresponsable autor de la idea.
Se fue al trabajo, despachó algunos expedientes que estaban pendientes y procuró
concentrarse en los más diversos asuntos, pues la experiencia del día anterior la había dejado
aún un poco asustada y necesitaba demostrarse a sí misma que aquello no se repetiría nunca
más.
Discutió con uno de sus socios el filme sobre El Salvador y mencionó, de paso, que ya estaba
cansada de hacer todos los días lo mismo.
-Quizás haya llegado la hora de retirarme.
-Eres una de las mejores profesionales que tenemos -le dijo el socio-. Y el derecho es una de
las escasas actividades donde la edad siempre cuenta a favor ¿Por qué no te tomas unas largas
vacaciones? Estoy seguro de que después volverás aquí con entusiasmo.
-Quiero dar un vuelco total a mi vida; vivir una aventura, ayudar a los demás, hacer algo que
nunca haya hecho.
La conversación acabó allí. Fue hasta la plaza, almorzó en un restaurante más caro que el que
solía frecuentar y volvió más temprano al despacho. A partir de aquel momento estaba
empezando su retirada.
El resto de los empleados aún no habían regresado, y Mari aprovechó para examinar el trabajo
que aún estaba sobre su mesa. Abrió el cajón para coger una estilográfica que siempre dejaba
en el mismo lugar y no consiguió encontrarla. Por una fracción de segundo pensó que quizás
estuviera actuando de manera extraña, pues tal vez no había vuelto a poner la pluma donde
debía.
Este detalle intrascendente fue suficiente para que su corazón se volviera a disparar y el terror
de la noche anterior se reprodujera con toda su fuerza.
Mari se quedó paralizada. El sol que entraba por las persianas confería al entorno un color
diferente, más vivo, más agresivo, pero ella tenía la sensación de que se iba a morir en el
minuto siguiente. Lo que estaba sucediendo era totalmente insólito.
«¿Qué estaba haciendo en aquel despacho?» «Dios mío, yo no creo en Ti, pero ayúdame
Volvió otra vez el sudor frío, y vio que no podía controlar su miedo. Si alguien entrase allí en
aquel momento, notaría su mirada asustada y ella estaría perdida.
«El frío.»
El frío había hecho que se sintiese mejor el día anterior, pero ¿cómo llegar hasta la calle? Otra
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